Justicia, Paz, Integridad<br /> de la Creación
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Ama a Tierra como a ti mismo

Comboni Missionaries 08.11.2016 Enzo Bianchi Traducido por: Jpic-jp.org

El mundo fue creado por Dios de manera que todos puedan alimentarse: “La comida no es algo que se debe ‘consumir’, sino un don de Dios para compartir”.

Dios creó un mundo en el que los humanos puedan vivir y, por lo tanto, encontrar alimento. Las primeras páginas de Génesis cuentan la historia de la creación. Dios confía la comida a la humanidad en su doble polaridad, femenina y masculina: “Mire, yo le doy todas las plantas que dan semilla que están sobre toda la tierra, y todos los árboles con fruto que dan semillas; esta será su comida. Y así fue. Dios vio todo lo que había hecho y era muy bueno” (Gen. 1, 29).

Todos los frutos de la tierra son dados al hombre, pero hay énfasis en la hierba y en los árboles que producen semillas, lo que demuestra inmediatamente que la semilla no es solo para ser comida con la fruta sino para que pueda caer en la tierra. Y esta es una acción humana: sembrar requiere cuidado y saber cultivar por parte del hombre. Esta página de la Biblia nos muestra una gran verdad: Madre Naturaleza nos nutre, pero debemos practicar la ‘cultura’ en el verdadero sentido de la palabra: es decir, debemos cultivarla.

La Madre Naturaleza nos es dada como un jardín para cultivar y está escrito en la Biblia: “El Señor Dios tomó al hombre y lo estableció en el Jardín del Edén para que lo cultivara y lo cuidara” (Gen. 2, 15). Aquí, la naturaleza y la cultura celebran su vínculo eternamente indisoluble: un vínculo amistoso que es de respeto, de protección, de cuidado inteligente y amoroso. Sí, ¡La Madre Naturaleza! Aquí podemos intuir la presencia, aunque no explícita, de un mandamiento: “¡Ama a la tierra como a ti mismo”!

Esta tierra debe ser trabajada con el sudor de la frente, pero el hombre saca vida de ella (Gn. 3, 17-19). La Madre Naturaleza genera alimentos y vida; la tierra que, al final, recibirá a nuestros cuerpos mortales, ya que de la tierra fuimos hechos.

La comida, entonces, es ante todo un regalo bueno y hermoso de Dios. Es lo que el hombre gana con su trabajo y que el hombre hace capaz de nutrirlo siempre mejor y hacerlo siempre más humano. No por nada, el comienzo de la cultura está mencionado junto con la comida; no por nada, el lenguaje nació alrededor de una piedra que, como una mesa, reunía a los hombres y mujeres que habían decidido comer juntos y ya no como los animales. 

Es precisamente en el acto de nutrirse, estableciendo una relación correcta entre necesidad-deseo-satisfacción, que se establece la relación correcta entre el ser humano y las otras criaturas: una relación basada sobre el reconocimiento, el respeto por la otredad y el valor y la dignidad de toda la comida.

La manera en que se vive el acto de comer determina su significado y decide el rol y la función de la comida. Uno puede ver la comida como algo para ser consumido o hacer de los alimentos sólo un ídolo para satisfacer ciertas necesidades o deseos individuales. También, uno puede ver la comida como un regalo de la tierra para todos –por lo tanto, no fruto de pillaje – y transformar el comer en una celebración donde se comparte con los demás y de profunda comunión con la naturaleza.

Por ende, toda comida es buena y fue sólo después que los hombres introdujeron la categoría de puro e impuro para construir una pared de separación entre el pueblo santo y la gente impura, los paganos. Ante el peligro que esta separación, entre alimentos que se pueden comer y los que están prohibidos, se haga obsesiva, no olvidemos las palabras de Jesús: “Han oído que se dijo, pero yo les digo”, apelándose a la autoridad de nuevo legislador que Dios le ha conferido. Marcos testifica que Jesús, frente al asunto de lo puro e impuro, ha proclamado: “Nada de lo que entra en el hombre puede mancharlo, puesto que no entra en su corazón, sino en el vientre y va a parar a la letrina. Lo que viene del corazón lo hace impuro”! (Mk. 7, 17-19).  Y así declaró pura y purificada toda comida.

La palabra de Jesús que declara toda comida pura, saludable porque da vida, es decisiva: todas las cosas son buenas como Dios las declaró en la creación y nunca pueden volverse malas, ni siquiera cuando el hombre las usa perversamente. Sin embargo, si el hombre se las apropia, las acumula y las guarda para sí mismo, las consume sin respeto o las prohíbe, ¡entonces esto se convierte en infierno, en maldad!

¡No es fácil aceptar esta palabra liberadora de Jesús! La religión con sus observancias, de hecho, fomentó la desconfianza hacia algunos alimentos. El mismo Pedro, veinte años después de la muerte de Jesús, ya misionero entre los paganos de Antioquía, no está dispuesto a comer con los que se habían convertido en cristianos, porque sabían comer comida ‘inmunda’ o carne de animales que no habían sido matados de acuerdo con la ley. Por esto, Pablo lo reprenderá (Gal 2, 11-14).

Sin embargo, mientras estaba en la casa de un pagano, escuchó una voz del cielo que le dijo: “¡Lo que Dios ha hecho puro, no lo consideres impuro!” (Hechos 10, 15). Ni la comida ni las personas son impuras, separadas, ¡todas ellas son criaturas de Dios, por él deseadas y vistas como “muy buenas”! No fue una mera coincidencia que Pablo se viera nuevamente obligado a reprender a aquellos cristianos atraídos por las reglas religiosas, diciendo: “¿Por qué dejan todavía que les impongan leyes […], ‘no tomes, no gustes, no toques’”? Estos son preceptos y enseñanzas de hombres, que tienes cierta apariencia de sabiduría por su aire de religiosidad, pero que sólo sirven para satisfacer su propio egoísmo” (Col. 2, 20-23).  

Todos los alimentos están ahí para nuestro uso y son buenos, pero son dones de la tierra y del trabajo de las manos humanas y traen consigo responsabilidades: ¿los miramos con asombro y sorpresa? ¿Somos capaces de contemplarlos y reconocerlos? ¿Somos capaces de percibir en síntesis cómo se hacen, crecen, se cosechan, se preparan y cocinan? ¿Los respetamos o los botamos con facilidad? ¿Vemos en la comida el trabajo de la tierra que la produce y el trabajo del hombre necesario para que llegue a nuestra mesa como alimento? ¿Somos capaces de asumir las consecuencias del hecho de que los alimentos están destinados a todos y que, en cambio, muchos seres humanos se ven privados de ellos y pasan hambre?

Hay mil millones, de los siete mil millones de personas que viven en esta tierra – hombres, mujeres y niños –, que están desnutridos y hambrientos porque nosotros, sus similares, nos apropiamos de la comida y de ella privamos a los que tienen hambre. Relacionarse con la comida debe volverse en una oportunidad de sabiduría para la vida y un llamamiento a nuestra responsabilidad: incluso cuando comemos, resuena exigente la pregunta: “¿Qué has hecho con tu hermano?”

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