Para el mundo, incluso para su mejor parte, la pobreza es solo un mal que debe erradicarse. Y eso es realmente demasiado poco. Dilexi te, el primer documento del papa León XIV inspirado por el papa Francisco, habla sobre todo de la pobreza mala, es decir, de la miseria y de la privación, pero no olvida la hermosa pobreza del Evangelio. No habrá ética en la economía si no se devuelve su justo valor a la pobreza evangélica y al uso social de la riqueza.
En el humanismo cristiano, el espectro de la palabra pobreza es muy amplio. Abarca desde la desesperación de quienes sufren la pobreza a causa de otros o de las desgracias, hasta quienes la eligen libremente como camino de bienaventuranza —una elección libre que a menudo se convierte en el camino principal para liberar a quienes no la han elegido—. En la Iglesia siempre ha habido, y sigue habiendo, miles de hombres y mujeres que se han hecho pobres esperando oír la palabra “bienaventurados” (DT, n. 21), y que después comprendieron que esa primera bienaventuranza de Jesús solo podían escucharla haciéndose compañeros de aquellos que solo conocen el lado oscuro de la pobreza.
Si esta pobreza elegida —esa prenda del Reino de los Cielos— fuera eliminada de la tierra por el cumplimiento de un “objetivo del milenio” (n. 10), ese día traería una pésima noticia para la humanidad, que, sin la pobreza evangélica, se encontraría infinitamente más pobre y miserable, aunque no lo supiera.
La Dilexi te (DT) del papa León XIV habla sobre todo de la pobreza mala —que podríamos llamar también miseria o privación— para impulsarnos a cuidarla y a no “bajar la guardia” (n. 12), pero no olvida la hermosa pobreza del Evangelio, especialmente en las largas secciones dedicadas a la visión bíblica de la pobreza.
Por los Evangelios y por la vida sabemos que no es posible separar la mirada y el juicio evangélicos sobre la pobreza de los que se refieren a la riqueza (n. 11). La pobreza no es, de hecho, un estado individual, un rasgo de personalidad ni “un destino amargo” (n. 14). Es una relación equivocada con las personas, con las instituciones y con los bienes; es un mal relacional, resultado de decisiones colectivas e individuales de personas e instituciones concretas.
Si hay personas que se encuentran, sin haberlo elegido, en una condición de miseria, ello está profundamente relacionado con otras personas e instituciones que poseen riquezas excesivas y, a menudo, injustas, y que casi siempre lo han elegido así. No se trata de decir que tu riqueza sea la causa de mi pobreza —tesis que está en la raíz de muchas envidias sociales—, sino de reconocer simplemente la naturaleza esencialmente relacional (n. 64), social y política de las pobrezas y de las riquezas humanas, especialmente de las mujeres (n. 12), de las niñas y de los niños.
Por eso no es sencillo para la Iglesia hablar de pobreza y de pobres: es necesario mantener en tensión viva esas dos dimensiones de la pobreza —la buena y la mala—, porque si se deja fuera una, no solo se comete un grave error: se sale del Evangelio.
El discurso se vuelve aún más difícil si llevamos hasta el final la lógica paradójica de las Bienaventuranzas y descubrimos que entre los pobres llamados “bienaventurados” por Jesús no están solo los pobres-Francisco, que han elegido la pobreza, sino también los pobres-Job, aquellos que solo la han sufrido. Y allí, lograr llamar “bienaventurados” a ambos, sin vergüenza es un desafío, porque entonces “Bienaventurados los pobres” es también la bienaventuranza de los niños y de los moribundos.
La Dilexi te es, a la vez, un llamamiento a la acción de los cristianos y una meditación sobre la pobreza vista desde la perspectiva del Antiguo y del Nuevo Testamento, de Pablo, de los Padres, de la tradición de la Iglesia, con especial atención a sus carismas que han puesto a los pobres y la pobreza en el centro: Francisco de Asís (n. 64) y sus muchos amigos y amigas. Es también una reflexión sobre la pobreza específica de Jesús (nn. 20-22).
Es importante que esta primera exhortación del papa León esté en plena continuidad —también en el título, gemelo de Dilexit nos— con el magisterio del papa Francisco sobre la pobreza (n. 3), tema central de su pontificado.
El papa Francisco eligió el lugar de Lázaro (Lc 16), bajo la mesa del rico epulón, como su punto de observación sobre el mundo. Desde allí vio personas y cosas distintas —entre ellas, las cárceles (n. 62)— de las que ven quienes miran el mundo sentados junto al rico. Con Dilexi te, León nos dice que quiere seguir mirando la Iglesia y el mundo junto a Francisco y a los Lázaros de la historia. Y esta es realmente una buena noticia.
Los pobres —escribe— “no están ahí por casualidad ni por un destino ciego y amargo” (n. 14), y sin embargo —añade— “todavía hay quien se atreve a afirmarlo, mostrando ceguera y crueldad”.
Es importante que el papa León relacione, también aquí en continuidad con Francisco, esta “ceguera y crueldad” con la “falsa visión de la meritocracia”, porque se trata de una ideología en la que “parece que solo tienen méritos quienes han tenido éxito en la vida” (n. 14).
Por tanto, la meritocracia es una visión falsa. La ideología meritocrática es, de hecho, una de las principales “estructuras de pecado” (nn. 90 ss.) que generan exclusión y luego intentan legitimarla éticamente.
Una última nota. Hoy existe un gran magisterio laico sobre la pobreza no elegida. Es el de A. Sen, M. Yunus, Esther Duflo (tres premios Nobel) y muchos otros estudiosos que nos han enseñado muchas cosas nuevas sobre la pobreza.
Nos han mostrado que la pobreza es una privación de libertad, de capacidades (capabilities), es decir, una ausencia de capitales (sociales, sanitarios, familiares, educativos…) que nos “impiden vivir la vida que deseamos vivir” (A. Sen).
La ausencia de capitales se manifiesta como ausencia de flujos (renta), pero solo cuidando los capitales se podrán mejorar los flujos de mañana. Y hacia esos capitales deberían dirigirse también “las limosnas” (nn. 115 ss.), como hacen desde hace siglos muchos carismas de la Iglesia (nn. 76 ss.), combatiendo la miseria “en capital”, construyendo escuelas u hospitales.
Esperamos que futuros documentos pontificios incluyan este magisterio laico sobre la pobreza, ya que es esencial, para comprenderla y sanarla.
Y esperamos también que el mundo laico descubra la belleza de la pobreza elegida.
Porque para el mundo, incluso para su mejor parte, la pobreza es solo un mal que debe erradicarse. Y eso es realmente demasiado poco.
Ver, Luigino Bruni: Beati i poveri, non la miseria
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