En África, la sinodalidad es sin duda, un desafío. “La mayor parte de las diócesis africanas han comenzado la fase diocesana en vistas a la preparación del Sínodo de la Sinodalidad, evento que culminará en octubre de 2023 con la celebración de la XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos”, escribe en su editorial de enero 2022 Mundo Negro, revista especializada en África.
“La Iglesia del continente africano –como las del resto del mundo– está invitada a entrar en el camino de la sinodalidad propuesto por el papa Francisco, que viene a recordar algo esencial en la Iglesia: la dignidad común de todos sus miembros y su corresponsabilidad en la misión evangelizadora”.
En África, en el día a día “son los laicos los que llevan adelante la Iglesia”, afirma el cardenal arzobispo de Kinshasa, Fridolin Ambongo es su entrevista a Mundo Negro (MN 665, pp. 28-33). Sin embargo, a pesar de los evidentes progresos en este campo, las Iglesias africanas parecen todavía “excesivamente clericales, patriarcales y jerárquicas”. Es normal escuchar que se identifica al obispo como el Gran Jefe y a los sacerdotes como patriarcas de su parroquia. Cabe entonces preguntarse “si esos mismos laicos, hombres y mujeres”, que llevan adelante el camino de la Iglesia día a día “tienen el mismo peso a la hora de decidir las orientaciones pastorales”.
Y, por lo que interesa a nuestra Newsletter, si esta actitud “excesivamente clerical, patriarcal y jerárquica” no ayuda a perpetuar la actitud de dirigentes políticos y sociales que pretenden gestionar la vida de los países y de las organizaciones estatales como entidades “clericales = gestión personal autoritaria”, “patriarcales = propiedad personal”, “jerárquicas = bajo decisiones personales” o dicho con una expresión del ex presidente del Congo, Mobutu, si desde la Iglesia no se perpetua en la sociedad “el artículo 15”, que invita a respetar al jefe y a saber arreglárselas.
En este contexto eclesial, social y político, un verdadero proceso sinodal podría resultar enormemente purificador para la Iglesia católica, para los estados y para la sociedad africana.
Cabría entonces preguntarse, ¿no tienen las Iglesias africanas una gran oportunidad de ajustar su manera de ejercer la autoridad “a la propuesta sinodal de comunión, participación y misión que se apoya en la convicción de que en la Iglesia nadie es más que nadie? Claro, solo los propios africanos y africanas pueden recorrer este camino, igual que lo están intentando las Iglesias americanas, que han reconocido tener en ocasiones un estilo autoritario y han iniciado un camino de conversión sinodal”.
Sin embargo, las culturas y la praxis africanas ofrecen un símbolo muy elocuente, el árbol sagrado, el árbol de la vida común, el “Gandzelo”. En las culturas bantúes (más de la mitad del continente africano) el bosque y el árbol sagrados vienen “de la creencia profundamente arraigada de que la vida no termina con la muerte y de que la muerte y los muertos deben ser respetados, porque continúan viviendo”. Por ende, en las aldeas hay entonces un árbol donde la gente pide a los antepasados protección, salud, fecundidad, lluvia y donde se celebran las reuniones para tomar las decisiones sobre el futuro de la familia, la aldea y la sociedad. Y es bajo este árbol que se reúne el consejo de ancianos para tomar las decisiones relativas a la vida de la comunidad. El árbol sagrado es la representación de la democracia africana que afirma la responsabilidad común de los miembros de la comunidad, la igualdad de cuantos toman la palabra, y la voluntad de buscar juntos el bien común que han dejado en herencia los antepasados para caminar hacia el futuro.
El árbol de la vida para la Iglesia cristiana es el árbol de la Cruz que recuerda a los fieles las palabras de Jesus, “no vine para ser servido, sino para servir y dar la vida para el bien de todos”. Es difícil bajo “este Árbol” ejercer una autoridad que refleje una mentalidad “clerical, patriarcal y jerárquica” sin entrar en conflicto directo con el Evangelio y sin, en último análisis, vivir en perpetua hipocresía intelectual y moral.
Solamente esta falta de transparencia y coherencia intelectual y moral de los cristianos, que son mayoría en muchos países africanos, explica lo que escribe María del Mar Martínez Rosón a propósito de Costa Rica: “Los resultados electorales muestran que los electores no siempre castigan a los políticos corruptos en las urnas y son capaces de votar a un político corrupto si lo consideran competente”.
Desde 1995, Transparencia Internacional estudia y publica el Índice de Percepción de la Corrupción (IPC) en el mundo. El informe de 2017 dice: “La mayoría de los países progresan poco o nada en su empeño para poner fin a la corrupción, mientras que periodistas y activistas en países corruptos ponen en riesgo sus vidas todos los días en su intento de denuncia”. Al mismo tiempo el informe, sin ninguna ambigüedad, señala a los países africanos como los peores clasificados y pone a África como cabeza en los índices de corrupción. Democracia, honradez y bien común, en la gestión pública no pueden ser disociados. Del mismo modo que no se pueden asociar Evangelio y una gestión de la autoridad en la Iglesia que sea clerical, patriarcal y jerárquica.
Dos años de Sínodo, ¿sabrán hacer regresar la democracia africana bajo el árbol sagrado y a la Iglesia bajo el Árbol Sagrado?
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