Justicia, Paz, Integridad<br /> de la Creación
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Le toca al gobierno encontrar nuevos modelos de negocio para las grandes tecnológicas

The Atlantic 21.02.2021 Zephyr Teachout Traducido por: Jpic-jp.org

Facebook y Google quieren seguir jugando tres papeles: infraestructura esencial, editor y magnates de la publicidad dirigida. Eso es imposible.

 

Las grandes empresas tecnológicas enfrentan una crisis existencial, pero hacen todo lo posible por resistirse y mantener el statu quo. Facebook y Google, en particular, quieren seguir desempeñando tres funciones al mismo tiempo: ser infraestructura esencial, actuar como editores y liderar el negocio de la publicidad dirigida. Quieren ser vistas como plataformas neutrales, responsables en el ámbito cívico, y al mismo tiempo maximizar la vigilancia y la personalización de anuncios. Eso es imposible, así que el gobierno debe obligarlas a adoptar un nuevo modelo de negocio o, más bien, debe elegirlo por ellas.

Facebook y Google ocupan un papel político sin precedentes. Lo más parecido que se ha visto en Estados Unidos fue el monopolio del telégrafo a finales del siglo XIX, cuando Associated Press y Western Union se aliaron para controlar tanto las noticias como la red por la que circulaban. Facebook y Google son como ese monopolio, pero combinados con los regímenes de vigilancia de los Estados autoritarios y el modelo adictivo del negocio del tabaco. No solo controlan el discurso, vigilan a los ciudadanos y se lucran promoviendo la paranoia, el odio y las mentiras, sino que además ganan dinero manteniendo al público enganchado a sus servicios. Los medios tradicionales dependen de ellas, y sus ganancias provienen directamente de lo que quitan a esos medios, que, si pudieran trabajar libremente, podrían ofrecer una base común para sostener la democracia. Además, estas empresas carecen de responsabilidad democrática: unos pocos directores generales deciden la forma del pensamiento moderno y se han convertido en comisarios de facto de la información en Estados Unidos.

Personas de todo el espectro político comprenden ahora la amenaza que estas empresas representan para la democracia. La cuestión ya no es si deben regularse, sino cómo. “La rendición de cuentas de las grandes tecnológicas ha llegado”, ha advertido el congresista republicano Ken Buck, mientras que la congresista demócrata Alexandria Ocasio-Cortez sostiene que los monopolios tecnológicos están matando al periodismo y son “insostenibles social y económicamente”. El gobernador republicano de Florida, Ron DeSantis, impulsa una ley para multar a las empresas que censuren a los políticos, y la senadora demócrata Amy Klobuchar ha dicho que fraccionar Facebook está “sobre la mesa”.

Algunos argumentan que, a medida que se revelen sus abusos, estas empresas podrían verse obligadas a aceptar alternativas. La competición con nuevas empresas podría llevar, por sí sola, a un mercado descentralizado y no tóxico. Pero ese argumento fue desmontado por la investigación del subcomité antimonopolio de la Cámara de Representantes, que mostró cómo las grandes tecnológicas crean fosos a su alrededor, destruyendo a los nuevos competidores mediante adquisiciones o aplastándolos antes de que puedan competir.

Reducir el tamaño de Facebook y Google cuenta también con un amplio respaldo. Tanto liberales como conservadores apoyan la idea de fragmentar estas empresas para que su poder no devore por completo la democracia. Eso implica, por ejemplo, separar YouTube de Google, el motor de búsqueda, y de Google Shopping, que compite dentro del propio buscador. También significa dividir Facebook de Instagram, WhatsApp, Messenger y otras aplicaciones asociadas. El informe del subcomité antimonopolio de la Cámara de 2020 apunta a una legislación de separación estructural, que prohíba a Facebook o Google poseer empresas de contenido que compitan en sus plataformas.

Pero las divisiones, aunque fundamentales, no son suficientes. Cualquier reforma seria para reparar los daños democráticos causados por Facebook o Google debe comenzar obligando a estas empresas a servir al interés público. Algunos creen que la mejor forma de hacerlo es reconociéndolas como editores.

El New York Times no puede publicar impunemente calumnias contra personas privadas, violar derechos de autor o mostrar anuncios que infrinjan la Ley de Vivienda Justa. Actualmente, Facebook y Google están exentas de estas normas gracias a la Sección 230. Ese controvertido apartado de la Ley de Decencia en las Comunicaciones de 1996 considera que las tecnológicas son meras plataformas sin control editorial, lo que les permite ignorar los daños que puedan causar. Es como comerse el pastel y pretende quedarse con él, a costa del público. ¿Podría permitir Amtrak que un estafador siga subiendo a sus trenes para robarte? Podrías intentarle juicio si puedes demostrar negligencia de su parte. Pero con YouTube no ocurre así: se escuda en la Sección 230.

Apoyo, por ende, los esfuerzos para derogar partes de la Sección 230. En particular, creo que cualquier empresa debe ser responsable del contenido que promueve, sea pagado o no. Pero la derogación por sí sola no soluciona el problema de que el control de la opinión pública está centralizado en manos de unas pocas compañías. Facebook y otras podrían seguir clasificando a Occupy Wall Street como organización terrorista, o etiquetar el debate sobre el uso de dos mascarillas como teoría conspirativa, o minimizar ciertos debates políticos en la lista de búsqueda, ya sea por interés propio o presión externa o capricho. La derogación no cambia los incentivos para promover contenido conflictivo, ni detiene la vigilancia masiva sobre la ciudadanía.

Por eso, la derogación de la 230 es solo una distracción. La verdadera vía —escúchame bien— es hacer que estas empresas sean las plataformas como la 230 las imaginó: obligarlas a asumir su papel como infraestructura esencial.

Estados Unidos ya ha tomado este camino antes con bienes o servicios privados que se han vuelto indispensables para la vida pública —como las carreteras o los ferrocarriles— y especialmente en el ámbito de las comunicaciones. Las leyes estatales del siglo XVIII ya exigían que las compañías de telégrafo trataran a todos los usuarios por igual. Graham Bell obtuvo la patente del teléfono en los años 1870; cuando esta expiró en la década de 1890, la industria telefónica despegó. Luego, en 1910, el Congreso aprobó la Ley Mann-Elkins, que regulaba a las compañías telefónicas como “transportistas comunes” debido a su papel central en la comunicación. Podían seguir siendo privadas, pero adquirían la obligación pública de no discriminar entre usuarios.

Algunos podrían decir que la búsqueda y las redes sociales son opcionales, más parecidas a los videojuegos que a las líneas telefónicas. Pero esa visión no refleja la realidad. Son infraestructuras porque gran parte de la sociedad depende de ellas para conectarse. Las pequeñas empresas necesitan Facebook y Google para llegar a sus clientes. Los políticos las necesitan para comunicarse con sus electores. Para muchas personas, equivalen a aceras, oficinas de correos, líneas telefónicas y plazas públicas, todo en uno. Los medios informativos dependen de su acceso al público a través de estas plataformas.

Según la ley estadounidense, la infraestructura se rige por normas distintas a las de otros bienes de consumo. Se la considera un servicio público y se regula en función del interés general. Las empresas que gestionan infraestructura no pueden cobrar precios diferentes a distintos usuarios por el mismo acceso. La infraestructura de comunicaciones no puede espiar a quienes la utilizan. El Servicio Postal no puede abrir el correo, ni cobrar $5 a un publicista y $10 a otro por enviar la misma cantidad de propaganda. Las compañías telefónicas pueden establecer precios distintos según el tipo de llamada, pero no según la persona que llama, ni pueden escuchar las llamadas para usarlas con fines de mercadeo.

Aplicar el principio de no discriminación a Facebook y YouTube podría tomar varias formas. El Congreso tiene amplia autoridad para regular el modelo de negocio de los servicios públicos y podría prohibir la publicidad dirigida o cualquier tipo de amplificación algorítmica. Otra opción sería prohibir toda la publicidad, dirigida o no, y financiar las plataformas mediante suscripciones. En lugar de anuncios, YouTube podría costar $10 al mes, como Amazon Prime. En lugar de seleccionar el contenido que más podría gustar —o, dicho cínicamente, que más podría enganchar—, Facebook mostraría el contenido en el orden en que fue publicado. La ventaja de la regulación como servicio público es que los ciudadanos podrían elegir entre varias plataformas administradas por empresas tecnológicas y, por separado, medios de comunicación responsables.

Las grandes tecnológicas no quieren ninguna reforma. Gastarán miles de millones para convencernos de no hacer nada. Como estas empresas decidieron finalmente censurar a Donald Trump y expulsar a los anti vacunas, algunos progresistas podrían pensar que no hacer nada es, en realidad, la mejor opción. Mientras Mark Zuckerberg, de Facebook, y Sundar Pichai, de Google, tomen las decisiones que gustan a los progresistas, nos sentimos libres de tener que justificar una prohibición gubernamental o de permitir discursos que quizá no queramos que existan. Esto nos permite defender de labios la amplia versión de mediados del siglo XX de la Primera Enmienda y la importancia de una esfera pública próspera y abierta, en lugar de proponer una Primera Enmienda más restringida o defender el derecho a expresarse de quienes tienen opiniones muy distintas. Facebook, en particular, conoce bien esta dinámica, y contrató a académicos y periodistas de élite para crear una junta de supervisión que, en apariencia, puede anular algunas decisiones de Zuckerberg. El objetivo del Consejo de Supervisión de Facebook es claramente tranquilizar al público asegurándole que las decisiones sobre la libertad de expresión están en manos de sabios y no de inversores que buscan maximizar los beneficios de la publicidad controlando el comportamiento de las personas y así evitar reformas legales.

Quienes se sientan tentados por esta falsa seguridad deben saber que están aceptando, en la práctica, una alternativa a la democracia. El juez Louis Brandeis dijo una vez: “Podemos tener democracia en este país, o podemos tener una gran riqueza concentrada en manos de unos pocos, pero no podemos tener ambas”. Esa afirmación es aún más acertada si hablamos de comunicaciones: podemos tener democracia, o podemos tener el poder editorial en manos de unos pocos magnates de la publicidad, pero definitivamente no ambas cosas.

Desmantelemos a los magnates de la publicidad, desmantelemos a los editores, restablezcamos el estado de derecho, reconozcamos el papel de servicio público de las grandes redes sociales, y tendremos una oportunidad real. En otras palabras, sigamos la política de comunicaciones que definió el derecho estadounidense hasta la década de 1970: regulemos la infraestructura, apliquemos las leyes comunes sobre difamación y calumnias, y, por lo demás, dispersemos el poder al máximo.

Ver, The Government Needs to Find Big Tech a New Business Model

 

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