"Puedes asumir con seguridad que has creado a tu “dios” a tu propia imagen cuando piensas que Dios odia a todas las mismas personas que odias tú" (Anne Lamott).
Esas son palabras que vale la pena considerar, desde todos los clivajes de la división política y religiosa actual. Vivimos en una época de amarga división. Desde las oficinas gubernamentales hasta alrededor de nuestras mesas de cocina, hay tensiones y divisiones sobre política, religión y versiones de la verdad que parecen irreparables. Tristemente, estas divisiones han sacado lo peor de nosotros, de todos nosotros. La cortesía cotidiana se ha quebrado y ha traído consigo algo que ilustra eficazmente la definición bíblica de lo “diabólico”: una falta generalizada de cortesía común, un irrespeto, una demonización y el odio entre nosotros. Todos nosotros ahora asumimos con suficiencia que Dios odia a todas las mismas personas que nosotros. La polarización en torno a las recientes elecciones en EE. UU., el asalto al Capitolio por una turba enfurecida, los amargos debates éticos y religiosos sobre el aborto y la pérdida de una noción común de la verdad han dejado claro que la descortesía, el odio, el irrespeto y las diferentes nociones de verdad dominan la sociedad actual.
¿Hacia dónde vamos con eso? Soy teólogo y no político ni analista social, así que lo que digo aquí tiene más que ver con vivir el discipulado cristiano y la madurez humana básica que con una respuesta política. ¿Cómo responder religiosamente a todo esto?
Quizá una forma útil de explorar una respuesta cristiana es plantear la pregunta de esta manera: ¿qué significa amar en un tiempo como este? ¿Qué significa amar en una época en la que las personas ya no pueden ponerse de acuerdo sobre lo que es verdadero? ¿Cómo podemos seguir siendo civilizados y respetuosos cuando parece imposible respetar a quienes no están de acuerdo con nosotros?
Al luchar con claridad ante un problema tan complejo, a veces puede ser útil proceder por la vía negativa, es decir, preguntarnos primero qué deberíamos evitar hacer. ¿Qué no deberíamos hacer hoy?
Primero, no deberíamos dejar de lado la cortesía ni legitimar el irrespeto y la demonización; pero tampoco deberíamos ser pasivos de forma insana, temerosos de que expresar nuestra verdad moleste a otros. No podemos ignorar la verdad y permitir que las mentiras y las injusticias queden cómodamente sin ser expuestas. Es demasiado simple decir que hay buenas personas en ambos bandos solo para evitar emitir juicios reales en relación con la verdad. Hay personas sinceras en ambos lados, pero la sinceridad también puede estar muy equivocada. Las mentiras y la injusticia deben ser nombradas. Por último, debemos resistir la sutil tentación (casi imposible de resistir) que permite que nuestra rectitud se transforme en una auto justificación, la forma más divisiva del orgullo.
¿Qué necesitamos hacer en nombre del amor? Fiódor Dostoievski escribió la famosa frase, el amor es algo duro y temible, y nuestra primera respuesta debe ser aceptar eso. El amor es algo duro y esa dureza no es solo la incomodidad que sentimos cuando confrontamos a otros o somos confrontados por ellos. La dureza del amor se siente más agudamente en la (casi indigesta) auto justificación que debemos tragar para alcanzar un nivel superior de madurez donde podamos aceptar que Dios ama a aquellos que odiamos tanto como nos ama a nosotros y que aquellos a quienes odiamos son tan preciosos e importantes a los ojos de Dios como nosotros.
Una vez aceptamos esto, entonces podemos hablar en nombre de la verdad y la justicia. Entonces la verdad puede hablar al poder, a la “verdad alternativa” y a la negación de la verdad. Esa es la tarea. Las mentiras deben ser expuestas, y esto debe suceder dentro de nuestros debates políticos, dentro de nuestras iglesias y en nuestras mesas familiares. Esa lucha a veces nos llamará más allá de la amabilidad (que puede ser su propio enorme desafío para las personas sensibles). Sin embargo, aunque no siempre podamos ser amables, siempre podemos ser civilizados y respetuosos.
Una de las figuras proféticas a nosotros contemporáneas, Daniel Berrigan, a pesar de sus numerosas detenciones por desobediencia civil, afirmó firmemente que un profeta hace un voto de amor, no de alienación. Por lo tanto, en cada intento nuestro de defender la verdad, de hablar por la justicia y de hablar la verdad al poder, nuestro tono dominante debe ser el del amor, no el de la ira o el odio. Además, si estamos actuando con amor o con alienación siempre será evidente en nuestra cortesía o en la falta de ella. No importa nuestra rebelión interior, el amor tiene siempre ciertos aspectos innegociables: la cortesía y el respeto. Siempre que nos descubramos descendiendo a insultos propios de adolescentes, podemos estar seguros de que hemos estado fuera del discipulado, fuera de la profecía y fuera de lo mejor que hay en nosotros.
Por último, cómo responder a estos tiempos sigue siendo algo profundamente personal. No todos estamos llamados a hacer lo mismo. Dios nos ha dado a cada uno dones únicos y una vocación única; algunos están llamados a la protesta en voz alta, otros con una profecía silenciosa. Sin embargo, todos estamos llamados a hacernos la misma pregunta: dado lo que está ocurriendo, ¿qué me pide el amor ahora?
Ver, Ron Rolheiser: What is Love Asking of Us Now?
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