El problema es mucho más profundo y por desgracia no ofrece soluciones ni simples ni a corto plazo. Los daños, no estaría mal llamarlos crímenes, que el Occidente ha producido en las últimas dos décadas son terribles. Desde la primera guerra del Golfo en adelante, se ha venido distorsionado la percepción que el Occidente proyectaba hacia los países del hemisferio sur. Hasta ese momento, con o sin razón, el Occidente era el lugar de los derechos, la libertad y la democracia. Imágenes que a menudo no correspondían con la realidad, pero lo aparentaban. Desde entonces, nos convertimos en el mundo de la arrogancia, del engaño, del abuso y de los derechos unidireccionales. Hubo guerras llevadas a cabo en nombre de la "democracia" que mataban a poblaciones desarmadas e inocentes; países como Palestina, abandonadas a la arrogancia y a la prepotencia de la fuerza criminal de estados como Israel; y un desmantelamiento minucioso de los Estados nacionales del Medio Oriente teorizado por la cabeza vacía de neoconservadores estadounidenses sentados alrededor de una mesa. Esta operación de trituración de los Estados nacionales, la cual empezó con Irak, continuó con Libia, Siria, Yemen, y que tiene como objetivo involucrar a Egipto, ha desmantelado todo el antiguo equilibrio provocando migraciones bíblicas a partir de esa zona.
En su odisea, mujeres y hombres se cruzan con un Occidente neo-colonial que acepta a los que sirven como mano de obra barata para aumentar el PIB (hasta se les manipula para enterrar los restos de los derechos laborales y los del bienestar social) y rechaza con muros, alambres de púa y violencia a los millones de desesperados que huyen de conflictos creados por nuestras políticas. Se trata de un Occidente objetivamente detestable, un "enemigo".
Este es uno de los contextos propicio para el terrorismo de Isis. Un terror creado por las cancillerías europeas con el dinero de las pétro-monarquías. Un guión que ya se ha vivido en el pasado, primero en Afganistán y luego en los Balcanes. Pero sería un error creer que el terrorismo se regenera solamente en este mar. Hay un mar quizás más grande y más profundo dentro de nuestros países: el de tantos jóvenes, toda una generación, que están luchando para entender no sólo el futuro sino también su presente, que viven una vida diaria hecha de marginación y guetos en las periferias de las ciudades. Pienso en aquellos franceses de origen magrebí que en las últimas décadas habían creído en una posible integración y que hoy en día se ven arrojados violentamente en una situación de inestabilidad cultural y material. Un legado colonial que incluso Francia con toda su “civilización” nunca ha querido afrontar seriamente. En este contexto, la religión se convierte en un refugio y un lugar de posible redención. Una religiosidad distorsionada, que puede ser fácilmente manipulada y abusada usando promesas y, sobre todo, dinero de las monarquías del Golfo. Pero no es con penalizar las prácticas religiosas, sean ellas islámicas o de cualquier otro credo, que se puede romper este juego perverso de intereses, sino redescubriendo los valores de la laicidad entendida como aceptación del otro. Aquí está el desafío que tenemos por delante.
Si no se secan estos estanques nocivos, poniendo en acto unas políticas serias y responsables y sobre todo poniendo en discusión la lógica neocolonial que está detrás de los conflictos actuales, de nada servirán ni el desaliento sincero de tantos demócratas, ni las lágrimas hipócritas de los que mandan, los mismos que venden armas y financian los países amigos del terrorismo.
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