Vusi era un hombre honrado y muy trabajador. Había desbrozado una gran extensión de páramo y la había convertido en un hermoso campo fértil. Se había casado con Duduzile y había nacido una hermosa niña, a la que dieron el nombre de Thembelihle. Cuento popular del pueblo zulú, Sudáfrica, que atestigua come un amor firme siempre obtiene respuesta
Durante algunos años la pequeña familia vivió feliz. Vusi e Duduzile deseaban tener un hijo, que les ayudara en las tareas del campo; pero su preocupación se veía compensada por la laboriosidad de la hija, que, a medida que crecía, se hacía cada vez más útil en las tareas domésticas, mientras sus padres cultivaban el campo.
Un día, sin embargo, la desgracia se abatió sobre la feliz familia: Thembelihle fue atrapada por un hechizo dañino, pronunciado por una bruja borracha. Una noche, cuando la anciana regresaba tambaleándose a casa desde un pueblo cercano después de haber engullido cerveza a no más dar y bailado frenéticamente todo el tiempo, tropezó con la azada de Vusi. Tirada al suelo entre los rastrojos, maldijo al dueño de la azada, chillando con su voz oxidada: "Que el primero y el último de tus hijos permanezcan mudos como una jirafa, hasta que una estupidez como la que me ha ocurrido esta noche les devuelva la palabra".
Thembelihle era, por supuesto, su primera y última criatura. A los seis años, de repente, dejó de hablar, reír, llorar y cantar. Vusi y Duduzile estaban desolados y no tenían ni idea de cómo había podido ocurrir una desgracia tan grande. Por más que lo intentaban, no conseguían sacarle ni una palabra.
Pasaron los años y la niña se convirtió en una muchacha hermosa, tan linda y trabajadora que muchos jóvenes empezaron a cortejarla. Venían a visitarla con las ropas más brillantes, bailaban las danzas más alegres y cantaban las canciones más tristes... Pero Thembelihle no hablaba, no cantaba, no reía y no lloraba. Los jóvenes se sintieron desolados y desanimados. "¿Qué vamos a hacer", decían, "con una esposa que es incapaz de animarnos cuando volvemos cansados del trabajo y que no tiene ninguna canción para nuestros hijos?".
Uno a uno, todos se olvidaron de Thembelihle, excepto Mandla, un joven amigo que sentía una profunda compasión por la joven y sus padres. Y decidió hacer algo.
Una noche, Mandla se adentró en la selva para pedir ayuda al Gran Espíritu de la Selva. Rezó con voz fuerte y sincera, pero nadie respondió. Era invierno. Todas las plantas estaban inertes y sin hojas, e incluso el Gran Espíritu de la Selva dormía profundamente. Al no oír respuesta, la oración del joven se convirtió en gritos desesperados.
En cierto momento, le pareció oír algo. "¿Por qué perturbas mi sueño?", preguntó una voz airada. Mandla tembló de miedo. Se volvió hacia la planta de euforbia de donde parecía proceder la voz. Miró atentamente, pero no vio a nadie. Al pie de la planta había un agujero, la guarida de Kalulu, la liebre, pero Mandla no pensó en absoluto que la voz pudiera ser la de aquel astuto animal.
Pensando que el Espíritu de la Selva había respondido por fin a sus plegarias, se arrodilló: "¡Poderoso espíritu, escúchame, por favor! ¡Háblame!", rogó Mandla.
"El gran espíritu te escucha", respondió la liebre con voz ronca, permaneciendo oculta en su madriguera y conteniendo a duras penas la risa.
Mandla contó la historia de la desafortunada Thembelihle y rogó al espíritu que le ayudara a devolver a la niña la facultad de hablar. "Si ofreces a los espíritus verduras y frutas frescas, especialmente papayas, todos los días junto a esta planta de euforbia, haré todo lo posible por ayudarte", respondió la voz. “Ahora déjame con mis meditaciones".
Mandla regresó a casa temblando aún de miedo, pero con el corazón lleno de alegría por la promesa de ayuda del gran espíritu de la selva. Mientras tanto, Kalulu, la liebre, se echaba a reír a carcajadas por haber conseguido convertirse en el Gran Espíritu de la Selva.
Pero ya no lograba volver a dormirse y se puso a pensar, recordando cómo, cuando era muy joven, un pequeño escarabajo le había contado que una vez, en la noche, oyó a una anciana pronunciar una maldición contra el dueño de una azada: "Que el primero y el último de tus hijos sean mudos hasta que una acción insensata les devuelva el poder del habla".
En aquel momento, la liebre no había dado importancia a lo que le había dicho su amigo, entre otras cosas porque su madre le había comentado que el pequeño escarabajo estaba ya senil y sólo servía para la cena de una gallina de Guinea. Ahora pensó largo y tendido en aquella historia.
En cuanto amaneció, cerró la puerta de su guarida y se dirigió hacia la casa de Vusi. Lo encontró cavando en el campo con su mujer. "Veo que tenéis mucho trabajo", dijo a los dos campesinos. "Creo que necesitan ayuda. Estoy buscando trabajo y me conformaría con poco, lo justo para vivir. ¿Me permiten que les ayude?". "Eres demasiado joven para trabajar en el campo, ¿no crees?", respondió Vusi. Y luego "¿cómo puedo confiar en que no te comerás mis coles en cuanto te dé la espalda? Ya he conocido a otros de tu tribu, y todos acabaron en el lado equivocado del cuchillo".
"Mi conducta es intachable", respondió la liebre con un deje de resentimiento, "y soy mucho más fuerte de lo que parezco. Dame una azada y lo verás". Y así, empezó a azadonear, haciendo volar la tierra. "¡Muy bien!", dijo Vusi, "pareces lo bastante fuerte. Te contrato por una semana y luego ya veremos".
Todos los días, Kalulu iba a trabajar al campo, ordeñaba las vacas y daba de comer a los cerdos. Cuando Vusi y su mujer estaban presentes, nadie podría haber deseado un trabajador más diligente. Sin embargo, cuando sólo Thembelihle estaba allí, parecía hacer todo lo posible por crear problemas: derramaba el cubo de leche fresca; caminaba con los pies embarrados sobre la ropa tendida al sol; dejaba que los cerdos hurgasen en el huerto, hasta arrancando las nuevas judías verdes y pisando las calabazas que aún estaban en flor.
Muchas veces, la niña abrió la boca para reñirle, pero ni una palabra le salía y se alejaba desconsolada. Kalulu estaba también cada vez más apenado, pues cada día encontraba ofrendas frescas al pie de la euforbia y no podía ofrecer nada a cambio. Mientras tanto, Mandla, escondido detrás de un enorme baobab, seguía espiando a la joven, para ver si el espíritu de la selva respondía a su plegaria. También él se volvía cada día más triste y desconsolado.
Un día, Vusi y su mujer decidieron ir al pueblo a vender verduras y huevos frescos. Antes de partir, le dijeron a su hija que plantara coles. La liebre la ayudaría. Mientras trabajaba, Kalulu se devanaba los sesos: "¿Qué puedo hacer? Realmente me siento en deuda con ese joven". Sumido en tales pensamientos, plantó una col boca abajo, con las raíces al aire y las hojas en la tierra.
"¡Qué estupidez he cometido!", pensó la liebre en cuanto se dio cuenta. Como si le hubiera caído un rayo, de repente su mente se iluminó. A partir de ese momento, tuvo mucho cuidado de plantar todas las coles al revés. Thembelihle seguía plantando sin mirar a su alrededor hasta que llegó al final del surco. Entonces enderezó su dolorida espalda y volvió a mirar las hileras de coles que acababan de plantar.
En su rostro apareció toda la desesperación del mundo. "¿Qué has hecho, estúpido animal?", gritó enfadada, "¿Cómo se te ha ocurrido de plantar las coles al revés?".
En cuanto se dio cuenta de lo que le había pasado, se tapó la boca con las manos. Había recuperado el habla. Como un rayo, Mandla salió de detrás del baobab, gritando y riendo, ebrio de felicidad. Luego, cogidos de la mano, la joven pareja corrió a buscar a los padres para darles la buena noticia.
La liebre, en cambio, permaneció de pie, azada en mano, admirando las coles plantadas con las patas al aire. "¡Mira cómo es la gente!" murmuró Kalulu, riendo con satisfacción. "¡Aquí está el Gran Espíritu de la Selva en persona y ni siquiera le dan las gracias! Esperemos, al menos, de encontrar aún unas buenas papayas allá bajo la euforbia".
Deje un comentario