Odio: parece ser esta la condición actual del corazón y de la mente en la política mundial y nacional. Y dado que la política, para bien o para mal, refleja el estado de la sociedad, la conclusión desalentadora es que estamos destinados a hundirnos cada vez más en un mar de odio, resentimiento, agresividad y violencia.
 
 
        
            El resentimiento se propaga por todas partes, pero no es una condición natural. Es más bien una enfermedad de la que podemos —y debemos— curarnos mediante la apertura de la mente y del corazón.
El odio, de hecho, engendra odio. El asesinato del joven político estadounidense Charlie Kirk por parte del jovencísimo estudiante Tyler Robinson parece confirmar lo que dice la Biblia: «Sembraron viento y cosecharán tempestad» (Oseas 8,7). Pero también puede suceder que no se haya sembrado viento y, sin embargo, se coseche tempestad: Gandhi, los dos Kennedy, Martin Luther King, Aldo Moro… ejemplos trágicos de ello.
El odio aparece, así, como una pasión destructiva que ha acompañado a la historia desde siempre: Caín mata a Abel, Rómulo a Remo, Sócrates es condenado por los demócratas, Jesús por los teócratas; guerras interminables, impulsos ancestrales de venganza; y el siglo XX, llamado «el siglo de los genocidios», se repite hoy sangrientamente…
¿Qué papel tiene el odio en la estructura del mundo? ¿Es estructural, natural? ¿O más bien sobrevenido, antinatural? ¿Cuál es su relación con la lógica de la vida? Creo que mi respuesta va contracorriente: el odio no es natural, sino una patología, y su disolución representa un retorno a la salud, una curación.
¿De qué es patología el odio? De esa condición estructural que Heráclito llamaba polemos, cuando escribía que «el conflicto (polemos) es padre de todas las cosas y de todas es rey». Pero junto a esa célebre afirmación, el filósofo añadía otra, complementaria y aún más fundamental: «De los elementos que discrepan surge la más bella armonía». Heráclito (junto con Empédocles) fue el primero en Occidente en subrayar que el conflicto es inherente al ser y que, lejos de conducir a la nada, produce la armonía, la vida, la inteligencia y la cultura.
¿Por qué, entonces, domina tanto el odio en la vida política y social actual? Porque la mayoría de nosotros estamos espiritualmente enfermos, y nuestras sociedades también lo están, ya que han perdido todo referente ético y moral capaz de orientar el actuar humano.
Heráclito lo vio con claridad, y la ciencia moderna lo confirma: en la naturaleza existe el conflicto desde la materia misma; los astrofísicos hablan de galaxias caníbales y agujeros negros voraces. En la biología la situación es aún más inquietante, pues entra en escena la sangre, elemento de vida y al mismo tiempo de muerte.
Pero atención: ni en las estrellas, ni en los agujeros negros, ni en los animales que luchan por sobrevivir alimentándose de otras vidas hay odio. El león no odia a la gacela, ni la gacela odia a la hierba. En el mundo natural no existe el odio: el odio es una enfermedad de la mente evolucionada, más precisamente de la mente humana, incapaz de dominar el conflicto inherente al ser y que termina siendo su víctima.
La mente que domina el conflicto lucha contra su adversario sin odiarlo; la mente dominada por el conflicto, en cambio, odia.
En el primer caso se busca vencer al adversario, no aniquilarlo, porque se siente que el adversario, en realidad, forma parte de uno mismo: la izquierda no existiría sin la derecha, los ateos sin los creyentes, la Juventus sin el Inter.
El odio, en cambio, quiere aniquilar. Y en su furor ciego no comprende que destruir al enemigo implicaría también la desaparición de uno mismo, pues sin el enemigo la identidad propia perdería su polo opuesto.
El odio es una enfermedad, una patología del espíritu. No es casual que el judaísmo, el cristianismo y el islam consideren que Satanás (llamado Iblis en el Corán) es un ángel caído, y el ángel es puro espíritu. Cuando la libertad enferma, pone la conciencia y la creatividad al servicio de la destrucción, no de la responsabilidad. Surge así la maldad, la voluntad consciente de hacer el mal. Esa voluntad maligna puede dirigirse a una persona, a un grupo, a un pueblo, a una institución, o incluso al mundo entero, por el placer sádico y perverso de causar sufrimiento y muerte.
Normalmente no se piensa que el odio sea una enfermedad; al contrario, se lo contrapone al amor como fuerza de igual potencia. Algunos incluso creen que el odio permite comprender mejor que el amor, gracias a una supuesta lucidez. No subestimo la fuerza del odio, pero niego que sea verdaderamente inteligente. El odio solo se ve a sí mismo. Incluso cuando mira al otro, ve solo su propio prejuicio, incapaz de reconocer el bien ajeno. Mira, pero con una mirada deformada por la energía negativa del deseo de destrucción.
La verdadera comprensión exige rectitud de mirada, «visión correcta», como dice la primera disposición del Noble Óctuple Sendero enseñado por el Buda. De ella nacen la apertura mental y del corazón, es decir, la empatía. El odio, por tanto, no es inteligente, sino estúpidamente limitado.
Queda una última cuestión: ¿es fuerte el odio? Sí, lo es, a veces muchísimo. Pero también el cáncer es fuerte: las células cancerígenas son ávidas, agresivas, violentas. ¿El resultado? La muerte del organismo y, por tanto, la suya propia.
El ser se rige por la lógica del sistema, por la relación armoniosa: lo que se ajusta a ella hace florecer la vida; lo que no, la destruye. Rechazar el odio, por tanto, no es solo cuestión de bondad, sino de inteligencia: comprender la lógica que nos ha dado la existencia y adaptarse a ella, como el capitán que sabe usar el viento para dirigir su barco.
Eliminar el odio interior, manteniendo el conflicto, pero sin voluntad de aniquilación, significa conservar la salud. Antes incluso que por benevolencia hacia los demás, es un acto de cuidado hacia uno mismo.
Liberarse del odio, conservar el conflicto pero abolir la voluntad destructiva: esto es lo que nuestras mentes y nuestras sociedades necesitan para volver a generar una política al servicio del bien común. Y de cuánto necesita nuestro mundo esa renovación, no hace falta decirlo.
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