Justicia, Paz, Integridad<br /> de la Creación
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Cerca de 400 pares de zapatos

Comune Info 15.03.2025 Nodo solidale Traducido por: Jpic-jp.org

El 5 de marzo, el colectivo “Guerreros Buscadores de Jalisco” descubre algo que eleva el nivel de crueldad del poder en México: un campo de exterminio del Cártel Jalisco Nueva Generación, uno de los carteles más feroces del país.

 

En un rancho de Teuchitlán, en el campo a una hora de la metrópoli de Guadalajara (y a media hora de un cuartel militar), detrás de un portón como tantos en México, son hallados —por un colectivo de familiares - y no por las autoridades competentes— tres hornos crematorios con montones de fragmentos humanos y cerca de 400 pares de zapatos, cientos de otros objetos personales como pulseras, aretes, gorras, mochilas, cuadernos con largas listas de nombres: es la dimensión del horror sobre cientos, quizá miles, de personas asesinadas con rigor científico que se ilumina en un campo de exterminio. La montaña de zapatos de los desaparecidos es un puñetazo al corazón que lleva la mente a las peores masacres de la historia.

Jalisco cuenta con 186 sitios de enterramientos clandestinos detectados por las autoridades. Tlajomulco de Zúñiga es el municipio con el mayor número de fosas clandestinas, 75. Guadalajara, la rica, hermosa, limpia y turística capital del estado, está llena de historias de desaparecidos y violencia, con monumentos transformados en memoria viva por los cientos de fotos y pancartas con los rostros de personas desaparecidas.

Desde hace más de quince años, un colectivo se ha unido a la sociedad civil organizada mexicana que denuncia esta guerra sucia, manipulada o idealizada en las series televisivas dedicadas a los grandes capos del narco, una guerra que acumula cantidades absurdas de dinero traficando mercancías y cuerpos. Cuerpos golpeados, violados, explotados, torturados y luego descuartizados, disueltos en ácido, quemados, evaporados y esparcidos en la nada. Son jóvenes engañados con ofertas de trabajo, niños desaparecidos en un rincón de la ciudad, muchachos reclutados con engaños. Son muchísimas las mujeres, niñas, jóvenes, adultas, atrapadas en la red de trata, abusos y torturas: una fábrica del terror, 123,808 personas “desaparecidas”, según el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas al 13 de marzo de 2025. Cifras que superan las escalofriantes desapariciones forzadas durante las dictaduras en Chile y Argentina.

En México, la mayoría de las víctimas no es militante política, sino gente común, lo que reduce la resonancia de un crimen aterrador. Más de 50,000 personas han desaparecido en los últimos seis años, bajo el gobierno de centro-izquierda que se proclama pomposamente “Cuarta Transformación”, señalando el número de las responsabilidades institucionales de una dramática plaga social. A estos datos se suman los homicidios desde diciembre de 2006, inicio de la llamada guerra contra el narco: los datos oficiales actualizados al 29 de enero de este año hablan de 532,609, más de medio millón de víctimas, de las cuales al menos 250,000 en los seis años de los gobiernos de centro-izquierda.

Una guerra de fragmentación territorial
¿Cómo es posible que todo esto pase en (casi) completo silencio? El elemento fundamental de esta anomalía en México no es solo el alto índice de negacionismo, sino sobre todo su comprensión social, que lo relega a los márgenes de la política y de la definición de guerra. “Todavía no llueven bombas del cielo”, se dice irónicamente, “no estamos tan mal” no es como en Palestina, Siria, Kurdistán, Sudán, Ucrania, aunque el número de muertos sea el mismo o incluso superior.

En México no se trata de una guerra simétrica, entre ejércitos enfrentados o de una invasión declarada; ni siquiera de una guerra asimétrica típica, que se combate en otros lugares con fuerzas especiales del Estado contra células de un “enemigo interno”. El frente mexicano se caracteriza por una multiplicación indiscriminada de actores armados con altísima intensidad de fuego, fragmentados en micro campos de una batalla violenta, dispersa y poco visible que eleva brutalmente la tasa de mortalidad entre la población civil, mientras la actividad económica, política y social sigue adelante, entre apagones e intermitencias. Una anomalía bélica que se puede definir como “guerra de fragmentación territorial”. De hecho, las áreas más afectadas por las ofensivas y contraofensivas de los diversos grupos armados (ilegales o institucionales), las redadas, desapariciones, reclutamientos forzados, son los territorios rurales o las periferias semi-rurales, como Teuchitlán, donde “apareció” el centro de exterminio del rancho Izaguirre. En las zonas industriales, en los territorios de frontera, en el desierto, en la costa, en las montañas, la gestión de las rutas, de los campos cultivados, del tráfico de seres humanos lleva décadas en manos de distintos grupos de poder: la población periférica, a menudo indígenas y campesinos, no hace noticia y, a veces, ni siquiera cuenta en las estadísticas. Cuando la guerra llega a las ciudades se vuelve visible, “registrable”, causa escándalo, pero luego la indignación se evapora en el miedo a las represalias y así la violencia disminuye en un lugar para intensificarse en otro.

Los grandes cárteles, más o menos estables hasta finales de los años noventa, se desmoronaron por las intervenciones militares cuando el Estado mexicano se alió con el Cártel de Sinaloa (2006) contra las demás organizaciones criminales: fue una explosión en cientos de grupos armados —240 según la Secretaría de Gobernación— que hoy se ramifican en células y subgrupos locales, gestionan en barrios y pueblos las actividades ilícitas como la extorsión, la prostitución, los secuestros, la fabricación y distribución de armas y drogas. La multiplicación de actores armados ha aumentado la fragmentación del territorio, ha generado la balcanización violenta del país, con amplias zonas “prohibidas” o con circulación controlada por toques de queda.

Esta compleja estructura criminal está asistida logísticamente en su control del flujo de mercancías y personas por las fuerzas armadas y de seguridad del Estado, las que, definidas como “corruptas”, en realidad están estructuralmente ligadas a la economía ilegal, involucradas a diferentes niveles y divididas en grupos incluso rivales y, a menudo, en conflicto entre sí. En la última “limpieza” ordenada recientemente por el actual gobernador de Chiapas, Eduardo Ramírez, en el afán de recuperar una imagen pública decente y de reorganizar según ciertos intereses de grupo el flujo de cocaína y migrantes en la zona de la frontera sur, fueron arrestados 270 policías y al menos tres alcaldes en cinco ciudades de la región. Una prueba implícita del nivel de colusión entre Estado y crimen organizado. Estado y Crimen no son dos bloques monolíticos opuestos: se debe concebir el panorama mexicano como un gran mercado, donde agencias, puntos de venta, sucursales, grupos de presión, jueces, políticos y burócratas junto a numerosos actores armados, uniformados o no, se alían y luchan para asegurarse un porcentaje en el control de los recursos del país y, en parte, del río de cocaína que lo atraviesa, a solicitud de los Estados Unidos de América.

La economía criminal, una forma de producción capitalista
La economía criminal y su organización es una reestructuración del dominio y saqueo de los territorios, que en México muestra una especificidad definida como “guerra de fragmentación territorial”. En América Latina, el Estado ha contribuido constantemente a la acumulación de capital a través de las fuerzas armadas, contra quienes impedían el saqueo, a menudo los pueblos indígenas, los obreros y campesinos. Las clases subalternas han desarrollado numerosas y variadas formas de resistencia, también armadas, que se traducían hasta hace pocas décadas en una feroz y formidable lucha contra el poder estatal, la oligarquía y las grandes empresas. En México han sido numerosas las organizaciones de lucha armada, primero por la Independencia y luego por la Revolución, ambas iniciadas y llevadas a cabo principalmente por campesinos, indígenas y finalmente obreros.

Tras la insurrección zapatista de 1994 y el amplio consenso obtenido, para el gobierno mexicano reprimir la resistencia popular con las fuerzas armadas tenía, y sigue teniendo, un alto costo político. Por eso el uso de sicarios como fuerza de represión se ha convertido con los años en un verdadero dispositivo para alcanzar los territorios estratégicos, despoblarlos con una política del terror implementada por los grupos criminales, reorganizarlos según una lógica económica específica —instalar una mina, un consorcio turístico, un puerto, una presa— o simplemente reorganizar la fuerza de trabajo y los recursos a favor del grupo “ganador”. Se ha pasado del uso de mercenarios al servicio del Estado a la creación de numerosas empresas criminales regionales y locales que, independientes, pero socias del Estado, gestionan, controlan y aterrorizan a la población para su propio beneficio y con la finalidad compartida con quienes gobiernan: el enriquecimiento ilimitado. No está en juego una represión contra guerrilleros y activistas: es una forma de gobernanza, flexible, elástica pero despiadada, sobre toda la población y sobre los territorios en los que esta vive, trabaja y sueña.

Este dispositivo perpetúa la política capitalista que mercantiliza y monetariza todo, desde el territorio hasta las personas, pero también cumple un papel estratégico en la guerra ideológica: despolitizar la lucha de clases y la resistencia contra el saqueo.

El crimen organizado, conocido como “narco”, se ha convertido en el brazo armado del poder económico, atrapando a las víctimas en las arenas movedizas de la duda: ¿fueron asesinadas por su lucha social o por algún turbio enredo? ¿Quién es realmente el autor del crimen?

La repercusión en la opinión pública de un asesinato cometido por la policía o el ejército en un contexto de enfrentamiento político, guerrilla o manifestación no es la misma que la de un homicidio perpetrado, con los mismos fines, por sicarios vinculados a grupos criminales durante la aparente “normalidad” de la vida cotidiana. Lo mismo ocurre con la desaparición forzada, donde la víctima es tragada por la oscuridad de un verdugo invisible: se diluyen los rasgos de un crimen político, se “normaliza” la agresión, que se desliza en el océano anónimo de los “delitos comunes”, no dignos de atención.

Un asesinato claramente político —trágicamente recurrente en la historia de la lucha de clases— desencadena la reacción contra los responsables directos: “¡Es el Estado!”. Y la gestión del Estado se pone en entredicho, convirtiéndose en el objetivo “natural” de la ira popular, señalado por los movimientos sociales que combaten la violencia del ejército y la policía, brazos armados del poder y “traidores”, como el propio Estado, del pacto social con el pueblo que los sostiene.

Pero cuando la fuente de la violencia es un grupo de empresarios despiadados, sin uniforme, sin reglas de enfrentamiento, sin ética ni pacto social, ¿cómo se organiza la rebelión? ¿Contra quién se dirige la rabia social? Es difícil, salvo contadas y heroicas excepciones, manifestarse, organizarse y defenderse contra un enemigo sin rostro, sin normas, camaleónico, integrado en el tejido social como la mafia.

Preguntas incómodas

Entre una y otra iniciativa de contra información, se oyen preguntas llenas de escepticismo: “¿De verdad hay guerra en Chiapas? ¿Todo México es así?”. “¡Si yo fui de vacaciones y me pareció bastante tranquilo!”.

Así se minimiza la magnitud del horror, su gestión metódica de campo de exterminio, el uso institucional, social y político del “fenómeno narco”. La superficialidad del análisis de los grandes medios de comunicación, que resaltan los aspectos “folclóricos”, anecdóticos e incluso “brillantes” (El Chapo Guzmán figuró en la lista de millonarios de Forbes) de múltiples “casos aislados”, es la versión que llega a la opinión pública mundial: una elección narrativa del poder que desvía la atención de la especificidad del “problema”.

 ello se suma la normalización que la propia sociedad adopta para poder sobrevivir: se sale de casa, se va al trabajo o al supermercado, y de repente se escuchan disparos… Se busca un refugio improvisado y se espera a que la balacera termine para retomar la rutina. Si llega el mensaje de que la hija del vecino ha “desaparecido”, se recibe con un suspiro, se comparte en los chats y se vuelve a las ocupaciones cotidianas, quizás murmurando una oración y esperando en silencio que nunca le toque a la propia hija, a un familiar, a un amigo.

En México, la vida aparenta transcurrir con normalidad. Los niños van a la escuela, que de vez en cuando cierra por alguna balacera. Pero ellos ya saben —como en caso de terremoto— que deben agacharse bajo las mesas o acostarse en el suelo, pues los disparos se viven como otra catástrofe natural, interiorizada y enfrentada como tal.

Entre la banalización de los medios y la habituación a la violencia como instinto de supervivencia, se barre el polvo (de los cuerpos calcinados) bajo la alfombra de la normalidad. Así, a pesar de ciertos momentos de indignación, rebelión y protesta popular (como en 2011 con el Movimiento por la Justicia con Dignidad, en 2014/2015 con las 43 víctimas de Ayotzinapa y la creación de grupos de “autodefensa” en territorios indígenas), se ha llegado al medio millón de personas asesinadas, más de 120.000 desaparecidos y a la revelación de centros de exterminio en esta gran fosa común llamada México.

Los crímenes del rancho de Teuchitlán, registrado por las fuerzas del orden en 2017 y nuevamente en septiembre de 2024 sin haber “notado la presencia de hornos y otros detalles”, dejan al descubierto la complicidad entre el crimen y el Estado en México. Gestionar un centro de adiestramiento para la eliminación física a este nivel solo es posible con el silencio —y posiblemente el apoyo directo— de las instituciones políticas y judiciales.

Un crimen de lesa humanidad se perpetraba a las puertas de la segunda ciudad más importante de México, donde personas eran captadas en las estaciones de autobuses, vejadas física y sexualmente, instigadas a matar y —si sobrevivían al infierno— obligadas a convertirse en sicarios, transformadas en máquinas de muerte al servicio de la producción y acumulación de riqueza.

Las preguntas que se desprenden son terribles: ¿cuántos otros centros de exterminio similares están funcionando y son tolerados en México? ¿Hasta cuándo se seguirá mirando hacia otro lado, permitiendo que empresas, gobiernos y sus brazos armados dispongan atrozmente de la gente y su futuro? ¿Hasta cuándo se aceptará vivir con miedo y terror?

Y, para los ciudadanos del mundo: ¿hasta cuándo las series sobre el narco y el turismo inconsciente seguirán coloreando las conversaciones sobre México? ¿Hasta cuándo se pensará que esas “dos noticias” leídas el sábado por la noche no nos hacen cómplices? ¿Hasta cuándo se permanecerá indiferente, auto indulgente?

Texto completo:  400 paia di scarpe

Foto de Desinformémonos, donde se encuentran más textos sobre el rancho de Teuchitlán.

 

 

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Los comentarios de nuestros lectores (1)

Bernard Farine 29.05.2025 Ce texte est "sidérant". Effectivement, le silence règne sur ce sujet (comme d'ailleurs sur l'est de la RDC). Tous les discours des ultra capitalistes sur la suppression des institutions d’État qui selon eux, font obstacles au marché, mènent à ce genre de situation. Ce qu'on ne peut pas faire dans les grands États occidentaux (même si les trumpistes le souhaiteraient), on peut le laisser prospérer dans les zones hors de champs des médias nationaux et internationaux.