¿Qué se puede hacer ante la impotencia? ¿Qué se puede hacer en una situación en la que parece que cualquier cosa que digas o hagas solo empeorará las cosas? Es entonces cuando no hacer nada puede bastar.
Por ejemplo, ¿qué puedes hacer cuando estás frente a uno de tus hijos que ya no acepta tus valores ni tu fe, y te sientes impotente, incapaz de decir o hacer algo que pueda ayudarle? ¿Qué puede hacer la Iglesia cuando se encuentra ante una sociedad que ya no comprende ni acepta lo que ella considera sagrado en cuanto al matrimonio y la sexualidad, y no tiene palabras adecuadas, explicaciones convincentes ni medios para defenderse sin parecer cerrada o fundamentalista? ¿Qué puede hacer una persona cuando ha sido herida en el cuerpo, en la sexualidad o en el alma, hasta el punto de quedar paralizada e incapaz de ir más allá de ese dolor?
¿Qué podemos hacer en esas situaciones? ¡Nada! O, al menos, eso parece. Pero quizá nada sea suficiente. Permíteme explicarlo.
Todos conocemos la sensación de encontrarnos en una situación en la que somos impotentes, en el sentido de que no podemos cambiar nada de manera práctica. ¿Qué podemos hacer entonces? Nada, excepto vivir esa impotencia, cargar con la tensión, tratar de transformarla en otra cosa y esperar un nuevo día: un día de nueva oportunidad para que el dolor se resuelva (lo cual depende mucho de un amor y una compasión más profundos por nuestra parte). En términos prácticos, no podemos hacer nada. Pero ese “nada” puede bastar.
Puede parecer fatalista, pero en realidad es todo lo contrario de la resignación. Permanecer impotente, de un modo bíblico, ante una situación es meditar, reflexionar, guardar en el corazón. Vemos este modelo en María, la madre de Jesús, al pie de la cruz. Ante la realidad de la crucifixión, ella “meditaba”. ¿Qué hacía exactamente? En apariencia, nada; pero, por supuesto, sabemos que algo muy importante estaba ocurriendo en lo profundo. ¿Qué exactamente? La respuesta no es inmediatamente evidente.
La Escritura solo nos dice que María estaba de pie allí. Estar de pie, sin embargo, connota fuerza. Así, incluso ante la crucifixión, ella era fuerte, no postrada en la desesperación (como algunos artistas la representan). ¿Y qué decía? Nada. María no pronunció ni una sola palabra; no pienso porque no quisiera protestar, sino porque no había nada que pudiera decir en ese momento que sirviera de algo. Bajo la cruz, estaba impotente: no podía hacer nada para detener la crucifixión, ni podía defender públicamente la inocencia de su Hijo. No protesta, no intenta explicar su versión de las cosas. Está impotente. Silenciosa. No hay protesta. Todo lo que puede hacer es meditar: sostener la tensión, permanecer en silencio en medio de la incomprensión, la envidia y el fanatismo, y tratar de gestar su contrario: comprensión, compasión y amor.
Este concepto —meditar, cargar en silencio la tensión para transformarla— es a la vez importante y consolador. Es importante porque, como sabemos, a menudo nos encontramos en situaciones semejantes a la que María vivió al pie de la cruz. A veces estamos en momentos en los que todo lo que amamos es incomprendido o “crucificado”, y somos impotentes para cambiarlo. En esos momentos somos inadecuados, mudos. ¿Qué podemos decir? ¿Qué podemos hacer? Nada, excepto meditar. Como María bajo la cruz, podemos vivir sin respuestas, sin poder justificarnos, sin poder resolver nada, soportando lo que parece insoportable.
¿Puede esto ser fecundo? Sí. Cuando lo insoportable se soporta, se crea un espacio para que las cosas se resuelvan más tarde, mediante nuevas circunstancias y una fuerza nueva. Mientras tanto, aceptamos llevar la tensión, no por sí misma, ni siquiera porque el fuego de la tensión pueda forjar un alma noble (aunque puede hacerlo), sino para transmutarla en otra cosa. Todo el dolor que no transformemos, lo transmitiremos. María no cometió ese error. Tampoco Jesús. Ellos meditaron. Meditar, soportar lo insoportable, es esperar dentro de la tensión para que nuestra alma crezca y no devuelva herida por herida, amargura por amargura, odio por odio.
Esto puede ser un gran consuelo. Somos demasiado duros con nosotros mismos por nuestras limitaciones. En muchas de las situaciones más íntimas y dolorosas de nuestra vida, precisamente no somos capaces de arreglar las cosas, de ser suficientes o de redimir la situación. A veces no hay nada que hacer… pero ese “nada” puede bastar, como para María al pie de la cruz. A veces, todo lo que podemos hacer es permanecer de pie, en silencio, con fuerza, cargando una tensión soportable, esperando que nuestro corazón haga lo que nuestras acciones no pueden: transformar la incomprensión en comprensión, la confusión en claridad, la ira en bendición y el odio en amor.
Ver, When Doing Nothing is Enough
El Padre oblato Ron Rolheiser es Profesor de Espiritualidad en la Oblate School of Theology y autor galardonado. Se le puede contactar a través de su sitio web. www.ronrolheiser.com - Facebook www.facebook.com/ronrolheiser
Deje un comentario