La indiferencia abismal del poder político se refleja en un fotomontaje del líder estadounidense. Occidente se engaña creyendo que puede seguir existiendo gracias al mercado y a un desarrollo infinito. Publicado antes de la elección del papa Leone.
En los comentarios y debates sobre el Cónclave que se abre para elegir al sucesor del papa Francisco, parece faltar una conciencia plena del significado y del peso que los acontecimientos de la Iglesia católica pueden tener todavía sobre el destino político de Europa y de todo Occidente. O tal vez ya no lo tengan más y eso también marcaría profundamente nuestra época.
La catolicidad —es decir, la universalidad del anuncio cristiano, dirigido a todos los pueblos, de cualquier cultura, tradición o lengua, más allá de toda frontera estatal o institucional— se ha mantenido, aunque entre mil contradicciones, gracias a la obra de la Iglesia de Roma. El carácter nacional y la integración en sistemas políticos determinados terminaron por imponerse en todas las demás confesiones cristianas. Sin duda, desde dentro de ellas también se expresan testimonios de gran valor teológico y filosófico sobre el significado de ese anuncio, pero lo hacen como voces aisladas, muchas veces en oposición al espíritu y a la acción de sus propias iglesias.
En la Iglesia de Roma, en cambio, estamos ante una gran forma política: no hay cristiandad sin ella; no hay salvación sin una Iglesia universal. La misma forma-Estado moderna, que el espíritu europeo “inventa”, quiso en sus orígenes imitar esa grandiosa idea, incluso competir con ella: el individuo perdería toda sustancia si no se reconociera como parte y sujeto del sistema estatal, en la misma tensión de éste hacia convertirse en Imperio, es decir, en hacer valer una catolicidad secular propia.
La vida cultural y política de Europa ha estado marcada por estas relaciones y tensiones. La cristiandad se dividió, los conflictos internos se entrelazaron con la guerra perpetua por la hegemonía entre los Estados, hasta llegar a su suicidio político con las dos grandes guerras mundiales. Pero la Iglesia de Roma fue siempre, en el fondo, consciente de que se trataba de guerras civiles, y de que no podían tener otro desenlace. Toda forma de nacionalismo o de soberanismo estatal está en contradicción con su naturaleza más profunda. El centro —la Urbs, Roma— consiste precisamente en su capacidad de irradiarse. La determinación territorial tiene aquí un valor puramente simbólico: representa la unidad originaria de la que proceden todas las diferencias y a la que todas regresan. El globo que esta forma espiritual-política dibuja está formado por el reconocimiento pleno y recíproco de las diferencias en su interior, un reconocimiento que hace imposible cualquier guerra civil.
La catolicidad de la Iglesia ha sido un signo de contradicción frente a las formas que ha tomado el proceso de globalización económica y política. Este conflicto secular reapareció con fuerza durante el pontificado de Francisco. Pero, ¿sigue teniendo algo que ver con Europa?
Incluso después del colapso de la respublica christiana medieval, la Iglesia católica siguió representando la cristiandad como el factor esencial de la unidad europea. Si se podía reconocer una “familia” europea en medio del fuego de las guerras civiles que la devastaban, era ante todo porque esa familia era cristiana. Eso fundaba la posibilidad de que la predicación de la Iglesia tuviera también una eficacia social y política. El llamado a la unidad cristiana constituía el fundamento de la crítica contra toda idolatría del Estado —fuera totalitaria o no—, así como contra toda renuncia a la responsabilidad política en la conducción de los procesos económico-financieros. Para la Iglesia, Europa occidental podía asumir ese destino en la medida en que seguía siendo el centro de la cristiandad.
¿Sigue vigente, al menos en parte, este conjunto de ideas? Francisco lo ha puesto dramáticamente en duda. La catolicidad ya no puede tener su centro en Europa, porque la cristiandad europea ya no irradia ninguna energía. ¿Podría recibirla “desde lejos” y así revitalizarse? Es una esperanza contra toda esperanza. Hoy, la única esperanza que no es ciega parece residir en las formas extra europeas que ha tomado la experiencia cristiana.
Resulta increíble que las élites políticas europeas, por su parte, se muestren ignorantes ante este drama, como si no las afectara. ¿Qué otro vínculo podría sustituir al cristianismo para que nuestras naciones se reconozcan como una familia? ¿El euro? ¿El mercado? ¿O tal vez la guerra contra Rusia?
El drama de la Iglesia de Roma se entrelaza, una vez más, con el de la política europea. Tal vez un papa que recordara a todos el drama de una Europa radicalmente descristianizada podría despertar alguna conciencia, mientras que un papa que viniera desde aún más lejos podría acabar simbolizando su epílogo inexorable.
Que el Espíritu ilumine el Cónclave. Mientras tanto, meditemos sobre imágenes reveladoras en su misma vulgaridad espectacular: antes había emperadores que luchaban por afirmar su auctoritas frente a la Iglesia, y vivían, si se quiere, la nobleza de ese conflicto. Hoy, la indiferencia abismal del poder político ante cualquier valor que no sea el del mercado se refleja perfectamente en el icono de Trump-Papa.
Esta imagen es sin duda signo de una crisis radical de la cristiandad, pero aún más, de la ceguera de la cultura política de Occidente, que cree poder seguir existiendo sin religión alguna que no sea la del intercambio y el desarrollo indefinido, y que, al burlarse y demolerlas, destruye sus propias bases.
Ver, L’Europa che ripudia il cristianesimo rischia di minare la propria esistenza
Deje un comentario