Durante décadas, los científicos predijeron el cambio climático y los efectos de la destrucción a gran escala de los hábitats y especies vivas por las actividades humanas. Durante décadas, los científicos anunciaron la catástrofe venidera. Todo lo que teníamos que hacer era creer en la ciencia. Creer en nuestra capacidad de predecir el futuro extrapolando las tendencias.
Pero no lo creímos. No escuchamos. No actuamos, o solo marginalmente, y hemos entrado en una fase grave, inimaginable e irreversible de nuestra presencia humana en el planeta.
Filósofos como Jean-Pierre Dupuy nos instaron a creer antes de que fuera demasiado tarde, antes de que los estragos fueran visibles, pues sin ello, mantener el mundo natural tal como existía sería imposible.
En septiembre de 2023, el Secretario General de las Naciones Unidas, Antonio Guterres, afirmó que nuestra adicción a los combustibles fósiles había "abierto las puertas del infierno". Y aquí estamos. Ahora, la catástrofe es visible.
El ciclo de destrucción de la naturaleza, del clima y de la humanidad ha comenzado. Cuatro millones de muertes ya se atribuyen al cambio climático. 2023 fue el año en que se rompieron todos los récords: temperatura global, temperatura de los océanos, pérdida de superficie de hielo. Mientras que un séptimo límite planetario, la acidificación de los océanos, está a punto de superarse y 2023 vio el colapso de los sumideros de carbono terrestres, los investigadores que han estado alertando durante décadas acaban de publicar un balance del cambio climático titulado "Tiempos peligrosos para el planeta Tierra". Es el estado actual del impacto de las alteraciones climáticas y biológicas en el planeta y en la humanidad.
Hay más de un desastre climático por día. Los investigadores han enumerado, aunque no exhaustivamente, los principales cataclismos atribuidos por la ciencia al cambio climático entre finales de 2023 y agosto de 2024. Habría que completar esta lista, ya que hubo muchos más desde entonces. Sin embargo, hemos notado que los medios tradicionales casi no hablan de los eventos extremos, a menos que ocurran en nuestro país. Apenas se mencionaron las inundaciones en Europa del Este o las tormentas extra tropicales que sumergieron el Sahara en Yemen o Marruecos, por primera vez en más de 50 años.
El ciclo de las lluvias está alterado en todo el planeta. Se ha vuelto más irregular e impredecible, generando problemas crecientes de exceso o falta de agua. Estas alternancias de sequías y diluvios aumentan la proporción de zonas inhabitables. El nivel del mar crece más rápido de lo previsto, sumergiendo progresivamente gran parte del litoral mundial y amenazando con provocar el desplazamiento de cientos de millones de personas antes de finales de siglo. Las especies vivas desaparecen como si fueran una piel que se encoge. En tan solo 50 años (1970-2020), el tamaño promedio de las poblaciones de especies silvestres ha disminuido catastróficamente en un 73 %. En el Mar del Norte, los peces grandes han disminuido en más del 99 % en poco más de un siglo.
El mundo tal como lo conocemos está desapareciendo. La humanidad nunca se ha enfrentado a un choque de tal magnitud. Ninguna experiencia pasada puede iluminar el camino a seguir. El cambio climático y la destrucción de la biosfera avanzan hacia nosotros, pero seguimos mirando hacia otro lado y pisando el acelerador del desastre.
Duelo y coraje
¿Cómo no desesperarse ante las lógicas en juego? ¿Cómo no rendirse frente a la potencia de destrucción de la humanidad? Aceptando que debemos pasar por el duelo y que nuestra misión cambia.
Al principio, hace casi 20 años, luchábamos por preservar el mundo vivo tal como existía. Lo que nos sostenía era la idea de que podíamos evitar las pérdidas, de que podíamos proteger las especies y los hábitats de la desaparición. La aceleración del cambio climático y la destrucción metódica de nuestro entorno nos obligan a hacer el duelo por el mundo tal como lo hemos conocido. A reconocer que no logramos prevalecer sobre un sistema capitalista financiero que se beneficia de la destrucción de la naturaleza y de la servidumbre de los humanos, y que ya no podremos evitar los devastadores estragos que nos toca compartir y que los líderes políticos irresponsables no tienen el coraje de anticipar.
Ha sido doloroso y sigue siéndolo, y va acompañado de una tristeza profunda. Pero es nuestro destino común. Nos vemos obligados a aceptarlo. Dado que no podremos evitar todas las pérdidas, ahora debemos actuar para evitar algunas y para prevenir lo peor. Un mundo con un calentamiento global de +3,5°C no tendrá nada que ver con un mundo de +2°C. Cada pedazo de tierra o mar protegido de las actividades destructivas ofrecerá un sumidero de carbono esencial para limitar los daños climáticos y también un refugio para que la biodiversidad se regenere y resista al colapso de la vida.
La urgencia sin precedentes a la que nos enfrentamos como especie nos ordena redoblar nuestro valor y voluntad para no abandonar a los humanos y no humanos al rodillo compresor y auto destructor de las lógicas financieras dominantes.
La situación puede provocar una inmensa ira en algunos, pero recordemos: la esperanza genera siete veces más acciones contra el cambio climático que la ira.
Y para preparar el después.
De toda manera, la ira es mayor en los jóvenes, cuyo futuro está condenado por la inacción colectiva. Los niños nacidos en 2020 tendrán que enfrentar hasta siete veces más eventos extremos, especialmente olas de calor, en comparación con las personas nacidas en 1960. Eso es la injusticia intergeneracional. Y es por esta juventud que debemos redoblar nuestra energía y combatividad, es en esta juventud y su creatividad en la que debemos depositar nuestra esperanza para incrementar y renovar nuestra lucha.
El único riesgo que enfrentamos como cuerpo social es no intentar todo para limitar las pérdidas y desbloquear el futuro. Nuestro papel es atrevernos a proyectar una organización diferente de la sociedad, a proponer hojas de ruta que rompan con el escenario de "los negocios de siempre", que está condenado y non condena.
Nos atrevemos a decir en voz alta que no hay lugar en el futuro para la pesca industrial. Nos atrevemos a decir en voz alta que las pesquerías que destruyen el clima, como el arrastre de redes que rasgan el fondo marino, las especies y las finanzas públicas a través de las subvenciones que recibe, deben desaparecer y desaparecerán. Reafirmamos que esta desaparición debe estar programada y acompañada para que los pescadores no carguen solos con las consecuencias de las decisiones de una sociedad que ha apostado por actividades extractivas ecocidas, impulsadas por los combustibles fósiles.
Creemos en la regeneración de los ecosistemas y en la capacidad extraordinaria de la naturaleza para recuperarse. Apostamos por la mayor creatividad humana: la innovación social.
Sabemos que hemos entrado en un túnel y que el horizonte es oscuro, pero también sabemos que nosotros, y la juventud con nosotros, no planeamos "caminar como sonámbulos hacia la extinción". La lucha apenas comienza; debemos masificar nuestro esfuerzo, estrechar nuestros lazos, hacer oír nuestras voces y ayudar a la juventud a resistir en la batalla.
Debemos apoyar a los activistas para evitar la destrucción del principal regulador climático mundial: el océano.
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