Quienes saben pensar, esperar... ganan sin combatir.
Se cuenta que un viejo perro salió a pasear. No para cazar, ni para huir. Solo… para sentir la vida bajo sus patas por última vez. Caminaba lentamente. Tranquilo. Sin destino, sin meta, sin prisa ni pánico. El tipo de paseo que no tiene objetivo, salvo honrar el tiempo. Pero mientras divagaba, un joven leopardo hambriento lo divisó.
El peligro estaba allí. Frío. Silencioso. El viejo perro lo vio por el rabillo del ojo. Pero no corrió. Sabía que no llegaría lejos. Entonces se sentó. Lentamente. Dando la espalda. Y mordisqueó unos viejos huesos abandonados.
Luego exclamó en voz alta: «Mmm… ese leopardo que acabo de comer estaba delicioso. Me pregunto si habrá otro por aquí cerca…».
El leopardo se paralizó. Su corazón se aceleró. Y sin pensarlo, huyó.
No fue la fuerza la que salvó al perro. Fue la sabiduría…
Pero la historia no termina ahí. Un mono, que había observado todo desde su rama, tuvo una idea. Corrió tras el leopardo, le contó todo, esperando obtener su protección a cambio de esa «verdad».
El leopardo, furioso, dio media vuelta. El mono, sentado orgulloso sobre su lomo, lo guió hasta el viejo perro.
Pero este último, astuto como una leyenda, los había visto venir desde lejos. Entonces se volvió a sentar. Tranquilamente. Y justo antes de que se acercaran, murmuró en voz baja: «¿Dónde está ese maldito mono? Lo mandé a buscarme otro leopardo y está tardando una eternidad…».
El leopardo se detuvo. De nuevo. Miró al mono. La duda se instaló. Y esta vez, fue el mono… quien huyó.
¿Moraleja?
La vida no es una carrera para los más veloces. Ni una arena para los más fuertes. Recompensa a quienes saben observar, comprender… y actuar con inteligencia en el momento adecuado.
A quienes no entran en pánico. A quienes convierten su debilidad en arma. A quienes no buscan impresionar, sino sobrevivir con elegancia.
Porque el tiempo no te quita la fuerza. Te enseña a usarla mejor.
Y eso… es un arma que ni los músculos ni la velocidad pueden igualar.
Cada minuto cuenta…
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