Nazi-sionistas contra nazi-islamistas. Existe un lado oscuro del judaísmo que nace de su raíz política: el israelismo.
El ministro de Seguridad Nacional de Israel, Itamar Ben Gvir, no pudo haber sido más claro al declarar su objetivo: “Una suspensión total de la ayuda humanitaria”. Y justificó así su afirmación: “Detener la ayuda nos llevará rápidamente a la victoria”.
La victoria que tiene en mente está indicada por esta palabra hebrea: herem, “exterminio total”, en alemán Endlösung, “solución final”, el término que inauguró la Shoah.
Otros ministros del gobierno de Netanyahu, incluido el propio primer ministro, comparten esta misma línea.
Aun así, algunos sostienen que no se puede ni se debe hablar de “genocidio”. Entonces, ¿cómo llamar a esta voluntad de hacer morir de hambre a todo un pueblo? ¿Cómo nombrar este exterminio sistemático? ¿Se puede encontrar otra palabra distinta de “genocidio” para describir esta ferocidad perseguida con lucidez por estos nazi-sionistas con kipá que buscan aniquilar a toda la población de Gaza — y lo están logrando?
Se declaran religiosos, y no hay que pensar que lo fingen: lo son verdaderamente. Igual que los nazi-islamistas de Hamás. Todos ellos profundamente religiosos.
Pero aquí no está en juego el islam, sino el judaísmo: ¿qué clase de religión es esta, si produce personas como Ben Gvir y muchos otros como él, todos representados por los partidos religiosos que constituyen el alma y el fundamento del gobierno de Netanyahu?
La religión judía posee una doble esencia: espiritual y política. La primera es propiamente el judaísmo; la segunda es lo que yo denomino “israelismo”.
Para describir la dimensión espiritual del judaísmo me remito a un antiquísimo texto encontrado en un fragmento de cerámica que se remonta a los orígenes del pueblo judío, citado por Amos Oz: “No hagáis así y servid a vuestro Señor. Juzgad al esclavo y a la viuda. Juzgad al huérfano y al extranjero. Rogad por el niño, rogad por el pobre y la viuda. La venganza está en manos del rey; proteged al humilde y al siervo. Sostened al extranjero”.
Comentario magistral de Amos Oz: “Este mensaje, escrito en un hebreo inequívoco hace tres mil años, contiene imperativos morales y de justicia nacidos en el seno de una cultura que exige equidad para los débiles y los perdedores […] El núcleo de la cuestión reside precisamente en el siervo, la viuda, el huérfano, el extranjero, el pobre, el desgraciado, el necesitado”.
Este ponerse del lado de los débiles en nombre de la ética es lo que Oz denomina “la llama interior del judaísmo”. Es el mismo mensaje que transmitió el judío Jesús, quien vinculó de forma inseparable el amor a Dios y el amor al prójimo.
Sin embargo, en la Biblia hebrea está presente desde el principio, y de manera igualmente decisiva, una esencia política que yo defino como israelismo.
Joseph Klausner, intelectual refinado y tío abuelo de Amos Oz, escribió al respecto: “No debe olvidarse un hecho simple, aunque muchos estudiosos judíos con un sentido de ‘misión’ y casi todos los teólogos cristianos lo pasen por alto: este hecho es que el judaísmo no es solo una religión, sino también una nación – una nación y una religión al mismo tiempo”.
Aquí no prevalece la conciencia moral, sino la razón política; no la comunión con los extranjeros, sino la supremacía; no la solidaridad con los más débiles, sino la fuerza y el poder.
Precisamente por esta razón, en la Biblia hebrea, junto a la espiritualidad de la solidaridad, también existe una ideología del poder y de la opresión nacionalista y racista hacia otros pueblos, que engendra a muchos Ben Gvir.
De este israelismo hay amplios testimonios en la Biblia. Tomemos el libro del Deuteronomio, cuya ideología es una de las más sectarias y violentas de toda la literatura bíblica y del mundo antiguo.
Al comienzo del capítulo séptimo, Moisés se dirige al pueblo que está a punto de entrar en la Tierra Prometida —entonces llamada Canaán, y más tarde Palestina por los romanos—, ya habitada por otros pueblos, y ordena el siguiente comportamiento hacia ellos: “Deberás destruirlos por completo, no harás pacto con ellos ni tendrás compasión de ellos” (Deuteronomio 7,2).
¿Por qué motivo? “Porque tú eres un pueblo consagrado al Señor tu Dios. El Señor tu Dios te eligió para que fueras su pueblo, su posesión particular entre todos los pueblos que están sobre la tierra” (Deuteronomio 7,6).
Según la ideología deuteronomista, la elección divina implica el amor hacia Israel y, al mismo tiempo, el odio hacia los demás pueblos: “Devorarás a todos los pueblos que el Señor tu Dios pondrá en tu poder; no tendrás piedad de ellos” (Deuteronomio 7,16).
El israelismo representa el lado oscuro del judaísmo (toda religión, en realidad toda realidad, tiene el suyo). Esta ideología voraz, generadora de injusticia y de violencia, es la base de la acción política que hoy en Israel guía al actual gobierno en su guerra de exterminio contra la población de Gaza, y en los robos sistemáticos de las tierras palestinas de Cisjordania por parte de los llamados “colonos”.
Gobierno y colonos se sienten autorizados a perpetrar esta masacre y estos despojos en nombre de las páginas bíblicas que promueven el israelismo.
Pero una cosa debe quedar clara: así como existen las fake news, también existen las fake scriptures.
Esas páginas violentas y cargadas de odio de las Escrituras hebreas no tienen nada que ver con la verdadera esencia del judaísmo, expresada en aquel fragmento de hace tres mil años y en muchas otras páginas bíblicas.
La conciencia moral de los creyentes que consideran la Biblia su libro sagrado debe reestructurar por completo la exégesis y la hermenéutica de los textos, de manera que no puedan surgir más personas como Ben Gvir, que se creen auténticamente religiosas porque impiden la ayuda humanitaria y dejan morir de hambre a todo un pueblo.
Este es, en mi opinión, el deber que la conciencia moral impone a las iglesias y a las comunidades judías que desean ser verdaderamente fieles a la llama interior del judaísmo.
Y es, sobre todo, la responsabilidad de aquellos políticos que proclaman públicamente su fe en el Dios que se reveló a Abraham, diciéndole que “en ti serán bendecidas todas las familias de la tierra” (Génesis 12,3).
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